Cuando desperté, ya sabía que había muerto.
Ese día comenzó como cualquiera: baño, habitación, cocina, ¡las llaves! ¿Dónde, maldita sea, las había dejado? ¡Listo! Claro, ¿cómo habían llegado a la alacena? Jamás lo sabré... en fin... Auto, tráfico, estacionamiento, elevador, oficina.
Todo había sido normal.
Ruth, la secretaria, me saludó y me recordó la entrega de ese estúpido reporte que debía darle al jefe ese día.
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